De las 10 a las 11 de la mañana
Preparación para antes de cada hora.
¡Oh, Señor mío Jesucristo!, postrado ante tu divina presencia, suplico a tu amorosísimo Corazón que quiera admitirme a la dolorosa meditación de las 24 Horas de tu Pasión, en las que por amor nuestro quisiste sufrir tanto en tu cuerpo adorable y en tu alma santísima, hasta llegar a la muerte de cruz. ¡Ah!, ayúdame, dame tu gracia, amor, profunda compasión y entendimiento de tus padecimientos, mientras medito la hora de las 10 a las 11.
Y por aquellas horas que no puedo meditar, te ofrezco la voluntad que tengo de meditarlas, y es mi intención meditarlas durante todas aquellas horas en las que estoy obligado a ocuparme de mis deberes o a dormir. Acepta, ¡oh misericordioso Jesús mío, Señor!, mi amorosa intención, y haz que sea de provecho para mí y para muchos como si efectivamente hiciera santamente todo lo que quisiera practicar.
Te doy gracias, ¡oh Jesús mío!, por haberme llamado a unirme a ti por medio de la oración; y para complacerte todavía más, tomo tus pensamientos, tu lengua, tu Corazón y con ellos quiero orar, fundiéndome del todo en tu Voluntad y en tu amor; y extendiendo mis brazos para abrazarte, apoyo mi cabeza sobre tu Corazón y empiezo…
Jesús mío, Amor insaciable, veo que no te das tregua; siento tus delirios de amor y tus dolores; tu Corazón late fuertemente y en cada uno de sus latidos siento explosiones, torturas y violencias de amor; y tú, no pudiendo contener el fuego que te devora, te afanas, gimes, suspiras y oigo que en cada gemido dices: « ¡Cruz! »; cada gota de tu sangre repite: « ¡Cruz! ». Todas tus penas, en las que te encuentras nadando como en un mar interminable, se repiten unas a otras: « ¡Cruz! ». Y exclamas:
« ¡Oh cruz amada y suspirada, sólo tú salvarás a mis hijos; en ti yo concentro todo mi amor! ».
Segunda coronación de espinas
Entre tanto, tus enemigos hacen que entres de nuevo en el pretorio y te quitan el manto de púrpura, queriendo ponerte otra vez tus vestiduras. Pero, ¡ay, cuánto dolor! ¡Más dulce me sería morir que verte sufrir tanto! El manto se te atora en la corona de espinas y no pueden sacártelo por la cabeza, así que, con una crueldad jamás vista, te arrancan al mismo tiempo la púrpura y la corona de espinas, y por el modo tan brutal en que lo hacen, se rompen muchas espinas quedando clavadas en tu cabeza; tu sangre diluvia y es tan intenso el dolor, que gimes; pero tus enemigos sin preocuparse para nada de tantas torturas, te ponen tus vestiduras y otra vez vuelven a ponerte la corona de espinas, apretándola fuertemente sobre tu cabeza y las espinas se te clavan en los ojos, en los oídos, etc., de manera que no hay parte de tu santísima cabeza en la que no sientas sus punzadas. Es tan intenso el dolor, que vacilas estando bajo esas manos tan crueles, tiemblas de pies a cabeza, estás a punto de morir en medio de penas tan agudas y, con tus ojos apagados y llenos de sangre, me miras para pedirme ayuda en medio de tanto dolor.
¡Jesús mío, Rey de los dolores, déjame sostenerte y estrecharte a mi corazón! Quisiera hacer mío el fuego que te devora para hacer cenizas a tus enemigos y ponerte a salvo, pero tú no quieres porque tus ansias de cruz se hacen cada vez más intensas y quieres inmolarte sobre ella lo más pronto posible, incluso por manos de tus enemigos. Pero mientras te estrecho a mi corazón, tú, estrechándome al tuyo, me dices:
« Hijo mío, déjame desahogar mi amor, y repara conmigo por quienes haciendo el bien me deshonran. Estos judíos me vuelven a poner mis vestiduras para desacreditarme aún más ante el pueblo y para convencerlo de que soy un malhechor. Aparentemente el acto de vestirme era bueno, pero en sí mismo llevaba mucha malicia. ¡Ah, cuántos hacen obras buenas, administran sacramentos o los frecuentan, pero con fines humanos e incluso hasta malos!; pero el bien mal hecho conduce a la dureza y yo quiero ser coronado por segunda vez con dolores más atroces que la primera, para romper esta dureza y así, con mis espinas, atraer a las criaturas hacia mí ».
« Ah, hijo mío, esta segunda coronación me es todavía más dolorosa; siento que mi cabeza está como nadando entre espinas y cada movimiento que hago o cada golpe que me dan, me hace sufrir cruelmente la muerte una y otra vez. De este modo reparo por la malicia con la que se me ofende, reparo por quienes, hallándose en cualquier estado de ánimo, en lugar de ocuparse de su propia santificación, se disipan y rechazan mi gracia procurándome una vez más espinas aún más dolorosas, mientras yo me veo obligado a llorar con lágrimas de sangre y a suspirar por su salvación ».
« ¡Ah, yo hago de todo por amar a las criaturas y ellas hacen de todo por ofenderme! Al menos tú no me dejes solo en mis penas y en mis reparaciones ».
Jesús toma la cruz
Destrozado Bien mío, contigo reparo, contigo sufro; mas veo que tus enemigos te empujan por la escalera; la multitud te espera con ansia y furor; hacen que encuentres ya preparada la cruz que con tantos suspiros buscas, la miras con amor, y con paso decidido te acercas a ella para abrazarla. Pero antes la besas y sientes como un escalofrío de alegría por toda tu santísima humanidad, y con un gozo supremo, vuelves a mirarla y mides su longitud y su anchura; en ella estableces ya una porción para todas las criaturas y les das la dote suficiente para vincularlas a la Divinidad con el vínculo nupcial y para hacerlas herederas del Reino de los Cielos. Y luego, no pudiendo contener tu amor por las criaturas, vuelves a besar la cruz y le dices:
« ¡Cruz adorada, finalmente te abrazo! Tú eras el suspiro de mi Corazón, el martirio de mi amor; pero tú, oh cruz, has tardado tanto, mientras que mis pasos siempre hacia ti se dirigían. Cruz santa, tú eras la meta de mis deseos, la finalidad de mi existencia sobre la tierra. En ti yo concentro todo mi ser, en ti pongo a todos mis hijos, tú serás su vida, su luz, su defensa, tú serás quien me los cuide y les des fuerza, tú los sostendrás en todo y me los conducirás gloriosos al cielo. ¡Oh cruz, cátedra de sabiduría, sólo tú enseñarás la verdadera santidad, tú formarás los héroes, los atletas, los mártires, los santos! Cruz hermosa, tú eres mi trono, y teniendo yo que abandonar la tierra, te quedarás tú en mi lugar; a ti te doy como dote a todas las almas. ¡Cuídamelas, sálvamelas, a ti te las confío! ».
Y diciendo esto, lleno de ansiedad haces que te la pongan sobre los hombros. ¡Ah, Jesús mío!, la cruz para tu amor es demasiado ligera, pero al peso de la cruz se une el de nuestras enormes e inmensas culpas que se extienden tanto cuanto el cielo; y tú, triturado Bien mío, sientes que el peso de tantas culpas te aplasta. Tu alma se horroriza ante su vista y sientes la pena propia de cada culpa; tu santidad queda sacudida ante tanta monstruosidad. Por eso, sosteniendo la cruz sobre tus hombros, vacilas, respiras afanosamente y de tu santísima humanidad empieza a brotar un sudor mortal.
¡Ah, Amor mío, no me animo a dejarte solo!; quiero dividir contigo el peso de la cruz, y para darte alivio por el peso de tantas culpas, me estrecho a tus pies. Quiero darte a nombre de todas las criaturas amor por quien no te ama; alabanzas por quien te desprecia; bendiciones, gratitud y obediencia por todos. Es mi intención solemne ofrecerte todo mi ser en reparación por cualquier ofensa que recibas, hacer el acto opuesto a las ofensas que las criaturas te hagan y consolarte con mis besos y mis continuos actos de amor. Pero veo que yo soy demasiado miserable y tengo necesidad de ti para poder darte verdadera reparación; por eso, me uno a tu santísima humanidad y junto contigo uno mis pensamientos a los tuyos para reparar los malos pensamientos míos y de todos; uno mis ojos a los tuyos para reparar las malas miradas; uno mi boca a la tuya para reparar por las blasfemias y las malas conversaciones; uno mi corazón al tuyo, para reparar las malas inclinaciones, los malos deseos y los malos afectos; en una palabra, quiero reparar por todo lo que repara tu santísima humanidad, uniéndome a la inmensidad de tu amor por todos y al inmenso bien que les haces a todos. Pero no me contento todavía; quiero unirme a tu Divinidad, para hacer que mi vida se pierda en ella y así pueda darte todo.
Jesús se encamina hacia el Calvario
Pacientísimo Jesús mío, veo que ya das los primeros pasos bajo el peso enorme de la cruz. Uno mis pasos a los tuyos y cuando tú, por la debilidad, desangrado y vacilante, estés por caer, a tu lado estaré yo para sostenerte y pondré mis hombros bajo la cruz para compartir contigo su peso. No me desdeñes, acéptame cual fiel compañero tuyo.
¡Oh Jesús!, me miras y veo que reparas por quienes no llevan con resignación su propia cruz, sino que reniegan, se irritan, se suicidan o cometen homicidios; y tú pides para todos resignación y amor a la propia cruz.
Jesús cae por primera vez
Pero es tanto tu dolor, que sientes que el peso de la cruz te aplasta. Apenas has dado los primeros pasos y ya caes bajo su peso y al caer te golpeas en las piedras, las espinas se clavan todavía más en tu cabeza, mientras que todas tus heridas se te vuelven a abrir y empiezan a sangrar de nuevo; y no teniendo fuerzas para levantarte, tus enemigos, irritados, a puntapiés y a empujones tratan de ponerte de pie.
Caído Amor mío, déjame ayudarte a ponerte de pie, déjame que te bese, que te limpie la sangre y que repare junto contigo por quienes pecan por ignorancia, por fragilidad y por debilidad, y te suplico que ayudes a estas almas.
Jesús se encuentra con su Madre Santísima
Vida mía, Jesús, tus enemigos, haciéndote sufrir penas inauditas, han logrado ponerte de pie y mientras vacilante caminas, siento tus afanosos respiros; tu Corazón late con más fuerza y nuevas penas lo traspasan cruelmente; sacudes la cabeza para liberar tus ojos de la sangre que los cubre y buscas con ansiedad… ¡Ah, Jesús mío, ahora comprendo todo! Es tu Madre, que cual paloma herida te está buscando. Quiere decirte su última palabra y recibir tu última mirada; tú sientes sus penas, su Corazón lacerado en el tuyo, enternecido y herido por el amor mutuo. La encuentras abriéndose paso a través del gentío queriendo a toda costa verte, abrazarte y decirte por última vez: « Adiós ». Pero tú quedas aún más adolorido al ver su palidez mortal y todas tus penas reproducidas en ella por la fuerza del amor. Si ella sigue con vida es solamente por un milagro de tu omnipotencia divina. Diriges tus pasos hacia ella, pero a duras penas pueden cruzarse la mirada.
¡Oh dolor del Corazón de ambos! Los soldados se han dado cuenta y a golpes y empujones impiden que Madre e Hijo se despidan por última vez.
Jesús cae por segunda vez
Es tan grande la angustia de ambos, que tu Madre queda petrificada por el dolor y está a punto de desvanecerse; el fiel Juan y las piadosas mujeres la sostienen, mientras que tú vuelves a caer bajo la cruz. Y entonces, tu dolorosa Madre, lo que no puede hacer con el cuerpo al verse imposibilitada, lo hace con el alma. Entra dentro de ti, hace suya la Voluntad Divina del Padre y asociándose a todas tus penas, hace su oficio de Madre: te besa, te repara, te cura y derrama sobre todas tus llagas el bálsamo de su doloroso amor.
Penante Jesús mío, yo también me uno a tu dolorosa Madre; hago mías todas tus penas y en cada gota de tu sangre, en cada llaga, quiero serte madre y junto contigo y con tu Madre quiero reparar por todos los encuentros peligrosos y por quienes se exponen a las ocasiones de pecado o que forzados a exponerse por necesidad quedan atrapados por el pecado.
Y tú, mientras tanto, gimes caído bajo la cruz. Los soldados temen que vayas a morir bajo el peso de tantos tormentos y por la pérdida de tanta sangre; es por eso que a fuerza de latigazos y puntapiés tratan de ponerte de pie a duras penas. De este modo reparas las repetidas caídas en el pecado, los pecados graves cometidos por toda clase de personas y ruegas por los pecadores obstinados, llorando con lágrimas de sangre por su conversión.
La profundísima llaga del hombro de Jesús
Quebrantado Amor mío, mientras te sigo en tus reparaciones, veo que ya no puedes sostenerte de pie bajo el peso enorme de la cruz. Tiemblas de pies a cabeza; las espinas penetran cada vez más en tú santísima cabeza por los continuos golpes que recibes; la cruz, por su peso tan grave, va penetrando en tu hombro formando una llaga tan profunda que te descubre los huesos; y a cada paso que das me parece que mueres, por lo que te ves imposibilitado a seguir adelante. Pero tu Amor, que todo lo puede, te da fuerzas, y al sentir que la cruz va penetrando en tu hombro, reparas por los pecados ocultos, que por no ser reparados acrecientan la crudeza de tus dolores. Jesús mío, deja que ponga mi hombro bajo la cruz para darte alivio y para que repare contigo por todos los pecados ocultos.
El Cirineo es obligado a cargar la cruz de Jesús
Tus enemigos, entonces, por temor a que mueras bajo la cruz, obligan al Cirineo a ayudarte a llevar la cruz y él te ayuda, pero de mala gana y a regañadientes, no por amor, sino por la fuerza. Entonces, en tu Corazón hacen eco todos los lamentos de quienes sufren las faltas de resignación, las rebeliones, los enojos y los desprecios en el sufrir. Pero quedas mucho más adolorido al ver que las almas consagradas a ti, cuando las llamas para que te acompañen y te ayuden en tu dolor, huyen de ti; y si tú con el dolor las quieres estrechar a ti, ¡ah!, ellas se zafan de tus brazos para ir en busca de placeres, dejándote así sufriendo solo.
Jesús mío, mientras reparo contigo, te ruego que me estreches entre tus brazos tan fuertemente, que no llegue a haber ninguna pena que tú sufras en la que yo no tome parte, para transformarme en ellas y para compensarte por el abandono de todas las criaturas.
La Verónica enjuga el rostro de Jesús
Quebrantado Jesús mío, a duras penas caminas encorvado totalmente. Pero te detienes y buscas con la mirada. Corazón mío, ¿qué pasa, qué quieres? ¡Ah!, es la Verónica, que valientemente, sin ningún temor, enjuga con un paño tu rostro cubierto totalmente de sangre, y tú se lo dejas impreso en señal de gratitud.
Generoso Jesús mío, también yo quiero enjugarte, y no con un paño, sino que quiero ofrecerte todo mi ser para darte alivio; quiero entrar en tu interior, ¡oh Jesús!, y darte latidos por latidos, respiros por respiros, afectos por afectos, deseos por deseos; quiero arrojarme en tu santísima inteligencia y haciendo correr todos esos latidos, respiros, afectos y deseos en la inmensidad de tu Voluntad, quiero multiplicarlos al infinito. Quiero, ¡oh Jesús mío!, formar olas de latidos, para hacer que ningún latido malo repercuta en tu Corazón y así poder dar alivio a todas tus íntimas amarguras; quiero formar olas de afectos y de deseos, para alejar de ti todos los malos afectos y los malos deseos que pudieran entristecer en lo más mínimo tu Corazón; y también, quiero formar olas de respiros y de pensamientos que pongan en fuga cualquier respiro y pensamiento que pudiera desagradarte en lo más mínimo. Pondré mucha atención, ¡oh Jesús!, para hacer que ya nada te aflija o añada otras amarguras a tus penas íntimas.
¡Oh Jesús mío!, ¡ah!, haz que todo mi interior nade en la inmensidad del tuyo, así podré hallar amor suficiente y voluntad capaz de hacer que no entre en tu interior un amor malo ni una voluntad que pueda desagradarte.
Mientras tanto, tus enemigos, viendo mal este acto de la Verónica, te fustigan, te empujan y hacen que prosigas tu camino.
Jesús consuela a las mujeres piadosas
Otros pocos pasos y te vuelves a detener. Tu amor, bajo el peso de tantas penas, no se detiene y viendo a las mujeres piadosas que lloran a causa de tus penas, te olvidas de ti mismo y las consuelas, diciéndoles:
« ¡Hijas, no lloréis por mis penas, sino por vuestros pecados y por los de vuestros hijos! ».
¡Qué sublime enseñanza! ¡Qué dulce es tu palabra! ¡Oh Jesús!, reparo junto contigo todas las faltas de caridad y te pido que me concedas la gracia de olvidarme de mí mismo, para que no me acuerde sino de ti solamente.
Jesús cae por tercera vez
Pero tus enemigos, al oírte hablar se ponen furiosos y te jalan de las cuerdas y te empujan con tanta rabia, que te hacen caer y cayendo te golpeas en las piedras; el peso de la cruz te tortura y tú te sientes morir. Déjame que te sostenga y que proteja con mis manos tu santísimo rostro. Veo que tocas la tierra y estás agonizando en tu propia sangre; pero tus enemigos te quieren poner de pie jalándote de las cuerdas, levantándote por los cabellos, dándote de puntapiés…, pero todo es en vano. ¡Te estás muriendo, oh Jesús mío! ¡Qué pena! ¡Se me rompe el corazón por el dolor! Casi arrastrándote, te llevan al monte Calvario; y mientras te arrastran, siento que reparas por todas las ofensas de las almas consagradas a ti, que te dan tanto peso, que por más que te esfuerzas para levantarte, te resulta imposible… Y así, arrastrado y pisoteado, llegas al Calvario dejando por donde pasas las rojas huellas de tú preciosísima sangre.
Jesús es despojado de sus vestiduras
Y aquí te esperan nuevos dolores. Te vuelven a desvestir arrancándote de nuevo tus vestiduras junto con la corona de espinas. ¡Ah!, tú gimes al sentir que te arrancan de la cabeza las espinas; y al arrancarte tus ropas, te arrancan también tus carnes laceradas que se encuentran pegadas a ellas. Tus llagas se vuelven a abrir, la sangre diluvia corriendo hasta el suelo y es tan grande tu dolor, que casi muerto, caes. Pero nadie se mueve a compasión por ti, mi Bien. Al contrario, con rabia bestial te ponen de nuevo la corona de espinas a fuerza de golpes; y es tan insoportable tanto dolor por las laceraciones y por los cabellos que pegados a tu sangre coagulada te han arrancado, que solamente los ángeles podrían decir todo lo que sufres, mientras que ellos horrorizados y llorando retiran sus miradas celestiales.
Desnudado Jesús mío, déjame que te estreche a mi corazón para calentarte, porque veo que tiemblas y que un sudor mortal friísimo invade toda tu santísima humanidad. ¡Cuánto quisiera darte mi vida y mi sangre para sustituir la tuya que has perdido para darme vida!
Y mientras tanto, Jesús, mirándome con sus ojos llorosos y moribundos, parece que me dice:
« ¡Hijo mío, cuánto me cuestan las almas! Este es el lugar en donde espero a todos para salvarlos y donde quiero reparar los pecados de quienes llegan a degradarse hasta por debajo de las bestias y que se obstinan tanto en ofenderme, que llegan a no saber vivir sin estar pecando. Su razón queda ciega y pecan frenéticamente; por eso me vuelven a poner la corona de espinas por tercera vez. Y al ser desnudado reparo por quienes se visten lujosamente y con indecencia, por los pecados contra la modestia y por quienes están tan atados a las riquezas, a los honores y a los placeres, que de todo eso se hacen un dios para sus corazones. ¡Ah, sí!, cada una de estas ofensas es una muerte que siento, y si no muero, es porque la Voluntad de mi Eterno Padre aún no ha decretado el momento de mi muerte ».
Desnudado Bien mío, mientras reparo contigo, te suplico que con tus santísimas manos me despojes de todo y que no permitas que ningún afecto malo entre en mi corazón; vigílamelo, rodéalo con tus penas y llénalo con tu amor. Haz que mi vida no sea más que la repetición de tu vida y confirma este despojo con tu bendición.
¡Oh Jesús!, bendíceme de corazón y dame la fuerza para asistir a tu dolorosa crucifixión, para quedar crucificado junto contigo.
Reflexiones y prácticas.
El amor de Jesús por la cruz, las ansias de su amor que quiere morir sobre la cruz para salvar a todas las almas, son inmensas. Y nosotros, ¿amamos el sufrimiento como Jesús? ¿Podemos decir que los latidos de nuestro corazón hacen eco a los suyos y que también nosotros pedimos nuestra cruz?
Cuando sufrimos, ¿lo hacemos con la intención de acompañar a Jesús para quitarle el peso a su cruz? ¿Cómo lo acompañamos? Y cuando lo insultan, ¿estamos siempre dispuestos a ofrecerle nuestras pequeñas penas para aliviar las suyas?
Cuando hacemos algo, cuando oramos y cuando bajo el peso de nuestros sufrimientos íntimos sentimos lo crudo de nuestro sufrir, ¿le ofrecemos nuestras penas a Jesús, cual paño que enjugue su sudor y lo reanime, haciendo nuestra la crudeza de sus sufrimientos?
¡Oh Jesús mío!, llámame siempre a que esté cerca de ti y haz que tú siempre estés cerca de mí, para que siempre te conforte con mis penas.
Acción de gracias para después de cada hora.
¡Amable Jesús mío!, tú me has llamado en esta Hora de tu Pasión para hacerte compañía y yo he venido. Me parecía sentirte lleno de angustia y de dolor, orando, reparando y sufriendo, y que con tus palabras más conmovedoras y elocuentes suplicabas por la salvación de todas las almas. He tratado de seguirte en todo, y ahora, teniendo que dejarte para cumplir con mis habituales obligaciones, siento el deber de decirte «gracias» y «te bendigo».
¡Sí, oh Jesús!, gracias, te lo repito mil y mil veces, y te bendigo por todo lo que has hecho y padecido por mí y por todos. Gracias y te bendigo por cada gota de sangre que has derramado, por cada respiro, por cada pálpito, por cada paso, palabra, mirada, amarguras y ofensas que has soportado. Por todo, ¡oh Jesús mío!, quiero sellarte con un gracias y te bendigo. ¡Ah, Jesús!, haz que de todo mi ser salga hacia ti una corriente continua de gratitud y de bendiciones, para atraer sobre mí y sobre todos la fuente de tus bendiciones y de tus gracias.
¡Ah Jesús mío!, estréchame a tu Corazón y con tus santísimas manos sella todas las partículas de mi ser con tu bendición, para que así no pueda salir de mí más que un himno continuo de amor hacia ti.
Por eso me quedo en ti para seguirte en lo que haces, antes bien, obrarás tú mismo en mí. Y yo desde ahora dejo mis pensamientos en ti para defenderte de tus enemigos, el respiro para cortejarte y hacerte compañía, el pálpito para decirte siempre Te amo y repararte por el amor que no te dan los demás; las gotas de mi sangre para repararte y para restituirte los honores y la estima que te quitarán con los insultos, salivazos y bofetadas, y dejo mi ser para hacerte guardia.
Dulce Amor mío, debiendo atender a mis ocupaciones quiero quedarme en tu Corazón. Tengo miedo de salirme de él, pero tú me tendrás en ti, ¿no es así? Nuestros latidos se tocarán sin cesar, de modo que me darás vida, amor y estrecha e inseparable unión contigo. ¡Ah, te suplico, oh Jesús mío!, si ves que alguna vez estoy por apartarme de ti, que tus latidos se hagan más fuertes en los míos, que tus manos me estrechen más fuertemente a tu Corazón, que tus ojos me miren y me hieran con sus saetas de fuego, para que al sentirte, de inmediato yo me deje atraer hacia ti y así no se rompa nuestra íntima unión. ¡Oh Jesús mío!, hazme la guardia para que no vaya a hacer alguna de las mías. Bésame, abrázame, bendíceme y haz junto conmigo todo lo que yo debo hacer.
De las 11:00 a las 12:00
Las Horas de la Pasión
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